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miércoles, 1 de mayo de 2013

Nazareth, 23 de Nizán



Hoy no ha ocurrido nada particular, sólo mucho trabajo y cansancio. Los días en Nazareth no se diferencian mucho, salvo el sábado, porque no se trabaja y se va a la sinagoga a rezar. Es extraño, se supone que iba a escribir sobre Jesús y ya este texto parece un diario de vida. Bueno, quizás sea mejor así, a veces los textos toman vida propia. Igual necesito un espacio donde desahogarme. No sé, ahora que Jesús ha muerto es como si me hubiese quedado solo. Es cierto que él no vivía ya aquí y lo veía muy a lo lejos, pero el hecho de saber que andaba por ahí y que uno de esos días lo iba a ver en la puerta del taller bastaba para sentirme acompañado. Eso ya no ocurrirá, pues él se ha ido. Sólo quedan los recuerdos y con eso continuaré ahora.

   A propósito de recuerdos, me he estado acordando de nuestro primer viaje a Jerusalén. Como tenemos la misma edad hicimos el Bar Nitzva juntos, acá en la sinagoga de Nazarteh. Fue emocionante, por primera vez leíamos la Torá misma, el rollo sagrado con la Ley de Dios y sus mandamientos eternos, delante de toda la asamblea. Jesús leyó a tropiezos, pero con una voz clara y fuerte. Mi lectura fue un tanto rápida, pues lo único que quería era bajar luego de ahí y sentarme en mi lugar. Las multitudes me dan miedo y hablar o leer en  público me aterra.

   Luego, el primer viaje a Jerusalén. Fuimos con nuestras familias. Yo y mi padre, que aún vivía, y Jesús con María y José, además de muchos vecinos y parientes mutuos de Nazareth. La caravana era grande y en el camino se nos unieron otros, así que la multitud de Galilea era considerable. Ibamos cantando y conversando por el camino. Al llegar a la ciudad Santa, fuimos primero al Templo, hermoso y grandioso como el Dios que lo habita, y entramos a dejar la ofrenda para el sacrificio. Luego, en los patios, curioseábamos entre los grupos de peregrinos, escuchando los debates y conversaciones que se armaban, siempre entorno a algún maestro que se dedicaba a instruir a los que iban al Templo durante la peregrinación.

   Aquello era una muestra clara de nuestra realidad. Había grupos que hablaban de la pronta llegada del Mesías y la Liberación de Israel, otros se preocupaban sobre algún pasaje confuso de la Torá y pedían aclaraciones, y otros planteaban alguna idea que habían estado meditando y que provocaba opiniones encontradas.

   De pronto Jesús se quedó pegado en un grupo y no quiso seguir caminando entre los peregrinos. Se plantó ahí y yo me tuve que plantar al lado de él, escuchando lo que se hablaba. La discusión giraba en torno a los sacrificios del Templo, la multitud de animales que se desangraban cada día y se quemaban en el altar de Dios como ofrenda. Alguien preguntó ¿Por qué Dios había pedido el sacrificio de tantas creaturas suyas? ¿Por qué los pobres debían gastar su poco dinero en animales que se iban a quemar y no en comida para sus hijos?. La pregunta era bastante provocadora y la cara del maestro lo demostró. Su respuesta fue tajante y clara: “Así lo mandó Dios, así está dicho en la Torá y así debe cumplirlo todo buen creyente, pobre o rico”. Frente a esta respuesta, nadie se atevió a preguntar y se produjo un gran silencio.

En ese instante, Jesús levantó la mano y preguntó: “Maestro, Si eso es así, cómo podemos entender las palabras del profeta Oseas: “misericordia quiero, y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. ¿No será la misericordia lo que Dios quiere antes que todo, no será esto lo primero que hay que cumplir?”. Todos nos quedamos con la boca abierta. Yo no sabía que Jesús conociera tan bien a los profetas y que se atreviera a hablar así. Luego continuó: “es cierto que en la Torá se establecen los sacrificios y es cierto que debemos hacerlos, pero antes que eso está el amor a Dios y la misericordia, la justicia y la rectitud, si no se cumple con esto los sacrificios no sirven de nada”.

   El maestro lo miró y le dijo:
- ¿De dónde eres tú, muchacho?
- De Galilea, de un pueblo llamado Nazareth- respondió Jesús.
- ¡De Galilea!-exclamó el Maestro- ya me lo suponía yo. De ahí no sale nada bueno, es un pueblo de ignorantes y revoltosos que atentan contra el orden y lo único que consiguen es poner en nuestra contra a los romanos.

Al ver luego que la mayoría ponía mala cara, porque casi todos éramos galileos, agregó en un tono más suave:

- Lo importante es que aprendas bien a servir a Dios. Si, nuestros hermanos galileos son un pueblo a oscuras que debe ser iluminado por la sabiduría. Tal es mi misión aquí con ustedes. Es bueno que vengan a Jerusalén y al Templo, así iluminarán sus corazones y podrán dar luz a sus hermanos, porque nosotros en Jerusalén tenemos la luz de Dios, así lo dice la escritura: “Porque de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor”.

El cambio de tono nos parecía sospechoso. Jesús quedó pensativo y luego agregó: “Dios no está sólo en el templo y su luz no está sólo aquí. El ilumina el corazón de cada ser humano para que lo sirva con fidelidad. Nadie puede apropiarse de la sabiduría de Dios”.

Esto terminó de tensar el ambiente. Entonces comenzó una larga discusión entre el maestro y los demás y nosotros nos escabullimos. Habíamos empezado hablando de los animales de sacrificio y terminamos hablando de los que se creían los únicos intérpretes de la escritura y de cómo Dios iluminaba a todos sus hijos. Jesús se fue molesto y no dijo nada más. Yo lo miraba asustado, jamás lo había visto así, manejando las escrituras con tanta soltura y discutiendo con fuerza.

Al otro día seguimos en otra discusión, así por tres días seguidos. En los patios ya se hablaba de un muchacho nazareno que se las cantaba claras a quien se le pusiese en frente y se armaban grandes grupos, entre maestros y peregrinos, cuando Jesús hacía preguntas y argumentaba. Estábamos en eso cuando llegó María y José, además de mi padre y nos regañaron por no haberles avisado. La caravana había partido y ellos se habían devuelto buscándonos desesperados. Jesús respondió que estaba donde debía estar y que no debían haberlo buscado. Nuestros padres lo miraron con intención de regañarle, pero al ver que se iba con ellos sin protestar, no le dijeron nada. Yo me fui con mi padre pensando en Jesús, era como si fuese otro y estaba preocupado. De vuelta en Nazareth todo siguió igual, pero algo había cambiado en Jesús, yo lo sabía.

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